Saltar en paracaídas significa algo profundo que solo comprende quien lo ha practicado alguna vez en su vida. Desde fuera puede parecer que se trata de presumir o de arriesgar la vida de forma alocada. Pero desde dentro todo ello es mucho más complejo. Si fuera una cuestión de presumir bastaría con dar un salto de escuela, hacerse un reportaje fotográfico y publicarlo en las redes sociales de forma masiva. Por su parte, quien quiere arriesgar su vida de forma alocada no necesita practicar paracaidismo; puede montar en cualquier coche que supere los ciento ochenta y probar suerte. El paracaidismo es un proceso de superación personal. Es cierto que existe una vanidad inherente a esta actividad, pero el anhelo de superación personal es el mayor estímulo para practicarlo. Superar el miedo inicial, superar las dificultades que entraña su práctica, superar el dominio de los distintos paracaídas y de las distintas prácticas asociadas, como la apertura manual, la precisión, o las acrobacias, constituye una constante sucesión de desafíos. El superar cada uno de esos desafíos es a su vez una fuente de placer inconmensurable, difícil de entender para quienes no practican deportes de riesgo. La búsqueda de ese placer asociado a la superación es el acicate principal para continuar practicando el paracaidismo.
Quien lo practica cuenta con un factor de riesgo, que nunca pierde de vista, porque sabe que hacerlo supone arriesgar la vida. Pero ese factor de riesgo es ponderado si se toma un mínimo de medidas de seguridad. Pero en general, la práctica del paracaidismo no supone un reto a la muerte, sino un reto a los propios miedos. Los propios fantasmas que azuzan desde el interior, haciendo que se perciba un peligro desmesurado. Practicar el paracaidismo supone dar un paso adelante, poner un pie delante de otro cuando la mente irracional dicta que no lo hagamos. Practicar paracaidismo supone asomarse a la rampa de un avión a cientos o miles de metros de altura, contemplar el abismo a solo un paso y tener el arrojo de dar ese paso que el instinto se resiste a dar. Solo a base de práctica se consigue vencer ese miedo inicial y transformarlo en placer. Un placer tan intenso que se convierte en verdadera adición. Quien lo practica conoce esa sensación similar al síndrome de abstinencia, cuando lleva varios días sin saltar. Y que solo se disipa cuando se da un nuevo salto.
El paracaidista es, pues, un ser que ama la vida y que adora disfrutar de ella con intensidad, aprovechando las oportunidades que le brinda. Un ser que solo desea, por encima de todo, superarse a sí mismo, conquistando al miedo, siempre desde el valor.